CRÍTICA

Después del naufragio, de Pex Frito
NAUFRAGOS EN UN MAR DE SILENCIO

Después de la guerra dos náufragos se entienden a los manotazos, prescindiendo de las palabras porque no hay nada que decir o porque no hablan el mismo idioma, o porque el cuerpo siempre se encarga de revelar el universo en un mínimo, espasmódico ademán. Esos hombres, El y el Otro, hacen señas al aire en esa isla desierta mientras ven cómo a todo se lo traga el mar y nadie viene a salvarlos, y de a poco se resignan a perderse.

En la poética de Pex Frito conviven el humor y el espanto: estos dos hombres abandonados a su suerte caen a los tumbos hacia la animalidad y cargan todo el tiempo el rictus de la tragedia, de la que escapan por vía del absurdo. Tal vez el principal mérito del texto sea bordear el drama con carbonilla para ponerlo de relieve, incomunicarlo al intelecto para volverlo pulso vital. Ese pulso vital es lo que revela Marcelo Bentivoglio en la puesta de Después del naufragio. El espacio acotado de la isla se desborda en el cuerpo de los actores; la necesidad del otro extiende los límites hasta el infinito, pero la negación de esa necesidad los reduce a un punto cada vez menos nítido, casi invisible. La espera del rescate los anima y los agota hasta desesperarlos, y Bentivoglio toma esa desesperación para sacar el máximo potencial de sus actores, verdadero paisaje de la batalla. Alfredo Armoa e Ignacio Aizmendi se entregan a sus criaturas como dos chicos que se inventan el mundo aunque sepan que ya no tienen mundo donde vivir, y esa obcecación por seguir adelante los transforma en payasos de un circo vacío, en equilibristas sobre un abismo sin fondo.

Pero Después del naufragio no es una muestra de teatro experimental, de teatro físico, de texto absurdo o de pantomima. Es mucho más que eso. Hay dos momentos en los que el espectador se quiebra sin golpes bajos y su perspectiva de las cosas se modifica sustancialmente. Uno cuando se descubre parte del mar, en un momento en que El y el Otro largan sus balsas para escapar y las balsas no vuelven a la orilla. Y el restante cuando comprende que el sonido omnipresente en el espectáculo es nada más que una ilusión, que El y el Otro solamente pueden escuchar sus propias voces, sus propios ruidos, sus propias vibraciones. Entonces el espectáculo se resignifica al volver a la realidad, cuando el espectador toma en cuenta que hizo oídos sordos a un reclamo sin palabras, y cuando descubre que no tender la mano lo puede convertir en una isla desierta.

Carlos Diviesti
Mutis x el foro

No hay comentarios:

Publicar un comentario